Es inmensa la admiración que siento por la gente que puede contar su vida en una autobiografía, porque las relaciones son realmente complicadas. Yo nunca sería capaz de aclararlas.

John Cassavetes

 

 

Introducción: Una vida dedicada al arte

Ésta es la autobiografía que John Cassavetes nunca escribió. Aquí Cassavetes cuenta, con sus propias palabras, la historia de su vida tal cual la vivió, día a día, año a año. Comienza con su familia y las experiencias de su infancia; habla de sus años en el instituto, del abandono de los estudios universitarios y sus años en la academia de arte dramático. Describe los años que pasó pateando las calles de Nueva York como actor en paro incapaz de conseguir un trabajo, ni siquiera un agente. Después, entre bastidores, nos deja asistir a la planificación, los ensayos, el rodaje y el montaje de cada una de sus películas: desde Shadows («Sombras»), Faces («Rostros») y Husbands («Maridos») hasta Así habla el amor (Minnie and Moskowitz), Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence), The Killing of a Chinese Bookie («El asesinato de un corredor de apuestas chino»), Opening Night («Noche de estreno»), Gloria y Corrientes de amor (Love Streams). Tras relatar las dificultades que tuvo para realizarlas, y la batalla, aún más cruenta, para conseguir que muchas de ellas se estrenaran en salas comerciales, nos hablará de la reacción del público y de la crítica, y responderá a las críticas a su obra.

Es una narración personal, apasionada: sueños, luchas, triunfos, reveses y frustraciones; apuestas financieras que ponen los pelos de punta; de riesgo artístico y de visiones trasnochadas de gloria. Pero también es la historia de un movimiento artístico que no se limitó a Cassavetes y que definió toda una época de la historia del cine. En cierto modo, estas páginas son, entre líneas, la crónica de la historia de uno de los movimientos artísticos más importantes de los últimos cincuenta años: el nacimiento y el desarrollo del cine independiente americano, y la manera como los críticos reaccionaron a dicho movimiento.

Cassavetes fue el pionero de una nueva concepción de lo que el cine puede ser y hacer. Su visión de una película como exploración personal del sentido de su vida y de la vida de la gente que lo rodeaba. Hacer una película era una manera de formular preguntas profundas y sagaces acerca del mundo en el que vivía, y de pedirles a los demás que cuestionaran y explorasen sus propias experiencias. Las páginas que siguen rastrean la trayectoria cultural de esa idea, y de las reacciones furiosamente contrarias que provocó: la increíble energía y excitación que engendró entre ciertos artistas, críticos y espectadores; la feroz resistencia con que tropezó por parte de los jefes de los estudios, los productores, distribuidores, críticos y un público que luchaba por aferrarse a la noción de que una película consiste en «contar una historia» o en «entretenimiento». De hecho, esta batalla está lejos de haber terminado; sigue librándose hoy día.

Puesto que es ésta la primera vez que se cuenta la historia de la vida de Cassavetes, muy pocos de los hechos que se ofrecen a continuación se conocen fuera del círculo de su familia y amigos íntimos. Muchas facetas de la historia (de Cassavetes jugando a ver quién era el más gallito en los acantilados de los pozos de arena de Port Washington durante su adolescencia, a sus sentimientos de opresión por la estrechez de miras y el conformismo de la cultura americana cuando estudiaba el bachillerato, a sus escritos dramáticos y su trabajo en compañías de
repertorio en la última década de su vida) serán desconocidas incluso para algunos que hayan leído las biografías periodísticas al uso. La mayoría de los hechos aparecen aquí publicados por primera vez.

Para comprobar esos hechos, localicé a los participantes reales  siempre que pude. Hice docenas de entrevistas: con Cassavetes en los últimos años de su vida y con docenas de actores, miembros de su equipo y amigos que trabajaron con él a lo largo de los años…/…

Espero que este libro traiga sorpresas y descubrimientos en casi cada una de sus páginas, incluso para los que ya sean «fanáticos» de Cassavetes. He escrito cuatro libros y docenas de ensayos y notas para programas de los filmes; sin embargo, me sorprendí descubriendo algo nuevo sobre la vida y la obra de Cassavetes casi cada día de los que trabajé en este proyecto. Muchos de los hechos que descubrí trastocan por completo lo que todo el mundo sabía acerca de su vida, las verdades aceptadas acerca de cómo se hicieron las películas.

Una de las cosas más sorprendentes que emergieron para mí personalmente fue tomar conciencia de la medida en que las películas de Cassavetes estaban cargadas de sus experiencias y sentimientos más íntimos, mucho más de lo que yo imaginaba cuando empecé. Cassavetes está en sus películas, y sus sentimientos por la vida están en personajes como el Ben de Shadows, el Richard de Faces, el Seymour de Así habla el amor, la Mabel de Una mujer bajo la influencia, el Cosmo de The Killing of a Chinese Bookie y el Robert de Corrientes de amor, hasta tal punto que me dejaron atónito cuando al final lo capté. Espero que una de las funciones de este libro sea ayudarnos a comprender de un modo diferente la obra de Cassavetes, y el trabajo de creación artística en general. Tenemos que repensar las películas a la luz de los secretos que Cassavetes revela en estas páginas.

He colocado extensas notas a manera de epígrafe para informar sobre los hechos y personas que son el fondo necesario a las declaraciones de Cassavetes. Imprimir sus palabras en el vacío habría dado un cuadro incompleto que podría inducir a error. No es sólo que sus ideas estén afectadas por sus experiencias y sean una reacción a los hechos que vivió, sino también que –y esto es más importante aún– es crucial apreciar que «vivía» su filosofía tal cual la expresaba en su obra. De hecho, podría decirse que sus palabras serían pura palabrería si no hubieran sido expresadas en cada segundo de su existencia, en cada interacción y cada decisión que tomó cada día de su vida.

Si Cassavetes mismo lo defendía todo en cuanto cineasta, en la vena de su propia obra, yo apunté al mismo huidizo blanco. No fue sencillo. En un proyecto como éste, el canto de la sirena de la simplificación me hacía señas sin cesar. Siempre es más sencillo dibujar en blanco y negro; convertir una figura en héroe o villano, y ésa es la razón por la que las librerías están a rebosar de hagiografías de cuento de hadas que sólo sirven al autobombo. Son varias las películas documentales dedicadas a la vida de Cassavetes, pero, en mi opinión, ninguna de ellas consigue captar al hombre que hizo las películas../…. Me detuve varias veces mientras editaba ligeramente los comentarios de Cassavetes o le daba vueltas y vueltas a la redacción de algún epígrafe especialmente difícil para preguntarme si lo que estaba haciendo pasaría la inspección de Cassavetes si él estuviera haciendo una película sobre su vida. Cassavetes no era una persona sencilla. Podía ser asombrosamente generoso y atento, pero también exasperante, insensato, testarudo y manipulador. Era un idealista, pero también un timador. Bailaba con ángeles artísticos, pero también com-batía con demonios personales y profesionales. Trabajaba como un fanático, y jugaba como un niño. Podía deslumbrar con su encan-
to juvenil, pero también aterrorizar a la gente con sus estallidos de cólera.

Hice todos los esfuerzos posibles por comprobar y contrastar los hechos; sin embargo, no afirmo en absoluto que ésta sea la biografía definitiva. Puede haber hechos que he pasado por alto, o puedo haber cometido algunos errores pese a todos mis esfuerzos. Hubo veces en que mis fuentes se contradecían entre sí, y muchas ocasiones en las que el propio Cassavetes se contradecía a sí mismo. Tal vez algunas verdades sean irrecuperables para siempre, perdidas en el oscuro y escurridizo abismo del tiempo. En todos los casos hice todo lo posible para clasificar el material y pasarlo por la criba, y donde me pareció necesario señalé, en un epígrafe, que podría haber más de una manera de entender algo. Me encantaría aumentar o corregir las ediciones futuras con información adicional, o incluir material de Cassavetes que a lo mejor aún no he localizado.

Este libro ha sido un trabajo de amor al que he dedicado más de once años. Fue escrito como un tributo personal a ese hombre alo-cado y ejemplar al que tuve la suerte de conocer, aunque sea un poquito, y al que siempre echaré de menos. Se lo dedico a la próxima generación de actores, guionistas, dramaturgos y directores de cine americanos. Ojalá se atrevan a seguir los pasos desafiantes y emocionantes de Cassavetes, por el camino no trillado, lejos del montón, por el sendero del artista.

 

Ray Carney

Universidad de Boston

Boston, Massachusetts

 

1. Los comienzos (1929-1956)

Una historia de Frank Capra.

Mi padre, Nicholas John Cassavetes, llegó a los Estados Unidos con su hermana y su hermano cuando tenía catorce años. Había nacido en Larissa, Grecia, en 1893, y oyó hablar de este país cuando un misionero pasó un día por su pueblo diciendo que en América había hermandad, que si uno quería trabajar y aprender, el pueblo americano le abriría sus brazos y su corazón. Primero fueron a Bulgaria –donde dejaron a mi tía con unos parientes– y luego a Constantinopla, donde trabajaron hasta que consiguieron ahorrar para pagarse el pasaje de barco. El 1 de enero de 1908, mi padre y su hermano Arthur llegaron a Ellis Island. Cuando les preguntaron a quién conocían en América, mi padre, que había oído hablar de Providence, Rhode Island, y al que le gustaba ese nombre, Providence, dijo que conocía a alguien allí. Le pidieron una prueba escrita de lo que decía, y él dijo que no la tenía porque el hombre al que conocía, un hombre muy rico, había llegado a Nueva York en el barco anterior al suyo. Y luego mi padre soltó su gran frase: «Quiero trabajar y quiero aprender.»

Un funcionario de inmigración les dio a mi padre y a mi tío cinco dólares para que se pagaran el billete de autobús hasta Providence, y cuando llegaron, no conocían a nadie. Mi padre comenzó a buscar griegos por toda la ciudad, gente con la tez olivácea, hasta que encontró a unos inmigrantes que le dieron trabajo. Poco después, consiguió un trabajo en las afueras de Boston, en una heladería.

En su adolescencia y juventud, el padre de Cassavetes trabajó  por poco dinero en cafeterías y restaurantes de la zona de Nueva Inglaterra. Ahorró todo el dinero que pudo para ir a la facultad y entró en Harvard con una beca parcial en 1911. (Su hijo cineasta más tarde embellecería la historia de Harvard en diversos aspectos: por ejemplo, diciendo que su padre había conocido a Franklin
Roosevelt y que solía pedirle prestados libros para sus clases, aunque los dos hombres no fueron a Harvard en la misma época. Cassavetes también decía que su padre se había licenciado en lenguas clásicas; en realidad, su fuerte fue la química, aunque, en efecto, tomó clases de francés, alemán, griego y latín. Además, contaba que había sido un estudiante destacado, cuando en realidad sus notas, en su mayoría, fueron sólo B y C.)1

Dos años después de llegar aquí, con dieciséis años, realmente lo había reunido todo: aprendió inglés, lengua que sumó al griego y francés que ya sabía; se pasó seis meses en Mount Hermon School, cerca de Boston, becado; y obtuvo una beca parcial para la Universidad de Harvard, donde estudió lenguas clásicas. Formó parte del curso de 1915, pero no se graduó. No le resultó fácil seguir los estudios, y estuvo a punto de tener que dejarlos un par de veces. Cuando esto ocurría, iba a ver al decano y, de una manera u otra, siempre consiguió el dinero que necesitaba para continuar sus estudios. Cada vez que pasaba apuros económicos, le decía a alguien: «Quiero trabajar y quiero aprender», y eso fue lo que hizo: trabajar y aprender.

El dinero fue un problema continuo durante los años universitarios del padre. Mientras estudiaba en Mount Hermon School, desempeñaba trabajos de baja categoría de seis de la tarde a medianoche, seis noches por semana, para ganar el dinero que le permitiera seguir estudiando, y, además, enviar algo a sus padres, que vivían en el Epiro. También dependía en gran medida de una serie de becas económicas concedidas por Harvard. El expediente universitario de Nicholas Cassavetes está repleto de cartas suyas con las que, año tras año, consiguió persuadir al decano de la facultad para que aprobara arreglos económicos ad hoc que le permitieran continuar sus estudios un año más. Un poco de esa perseverancia contra viento y marea, de habilidad para negociar y de fe en la bondad y la solidaridad fundamentales de la gente para comprender las necesidades mutuas, cualidades que el hijo más tarde desplegó, es visible entre líneas en las peticiones cuidadosamente razonadas del padre.

Cuando dejó los estudios, en 1915, tras completar el equivalente a tres años lectivos, Nicholas Cassavetes sirvió un breve periodo en el ejército de Estados Unidos, como intérprete, y de 1915 a 1922, como secretario honorario y luego director de la Unión Panepirótica de Estados Unidos. Fue en calidad de director de dicha asociación como escribió La cuestión del Epiro Septentrional en la Conferencia de Paz, publicado por Oxford University Press en 1919. Era un llamamiento apasionado y personal para que el pueblo americano acudiese en ayuda del pueblo epirota (su propio grupo nacional) para liberarlo de la dominación albanesa. El libro formula su razonamiento no solamente en términos de cuestiones humanitarias y de sufrimiento humano, sino también señalando los paralelos históricos y culturales que unen a Grecia y las repúblicas americanas. Como se lee en una carta personal incluida en cada ejemplar: «[Esta publicación] trata de una raza que lleva tres mil años luchando por la libertad, por la democracia y por el ideal de belleza.» El joven, que aún no tenía treinta años, también escribió una serie de cartas a funcionarios americanos, repitiendo sus peticiones de asistencia a la causa epirótica. Mientras trabajaba en estos proyectos, siguió desempeñando trabajitos de cocinero y de portero en restaurantes y cafés.

Nicholas se casó con Katherine Demetri, unos quince años más joven que él, el 24 de abril de 1926. La pareja tuvo dos hijos: Nicholas John, más tarde corredor de bolsa de Wall Street, nacido el 21 de diciembre de 1927, y John Nicholas, nacido el 9 de diciembre de 1929. El padre había conseguido ya realizar una serie de trabajos algo mejor pagados, pero ninguno de ellos le duró mucho, y las finanzas de la familia fluctuaban de año en año. El eufemismo que Cassavetes emplearía en sus entrevistas era que su padre «ganó y perdió millones» durante toda su vida. Era cierto en un sentido metafórico, pero durante casi toda la infancia de Cassavetes, el padre no tuvo millones para perder. La familia era bastante pobre.

Mi padre se dedicaba a la exportación e importación. En una época tuvo bastantes acciones en la Cunard White Star Line, pero lo obligaron a dejarla. Durante la Depresión, trabajó en una fábrica de helados. Recuerdo cuánto nos afectó. Recuerdo que hubo días en que no teníamos nada que comer, y que mi madre nos llevaba a un restaurante, una pequeña cafetería, donde el dueño nos daba algo de comida. Mi madre nos daba a mí y a mi hermano toda la comida. Recuerdo al dueño del restaurante porque, cuando salíamos, yo veía unas golosinas –yo no sabía que éramos pobres ni nada– y decía: «Me gustan los Life-Savers, esos caramelitos con forma de salvavidas, con sabor a cereza y limón», y él decía: «Oh, vamos, toma.» Mi madre se ponía muy tensa, y yo cogía los Life-Savers. Me volvía loco, como cualquier crío, por los caramelos.

Los padres eran muy orgullosos y protegían a los niños de la
realidad de su situación.

Era la época de la Depresión, y todos eran pobres, pero no importaba. Nunca supimos que éramos pobres mientras lo fuimos. No teníamos dinero, pero nunca nos preocupamos por eso. Nunca supimos qué era la pobreza. Una vez, durante la Depresión, recuerdo que llegó un vendedor armenio de alfombras turcas y quiso comprarnos todos los tapices y encajes que mi madre tenía. Le ofreció veinticinco céntimos por pieza por sus manteles de Damasco. Ella vendió sin pestañear todo lo que tenía para poder darnos de comer. Hizo que todo pareciera muy alegre y feliz, para que nosotros no nos preocupásemos. Más adelante, en la vida, uno comienza a darse cuenta: tienes grandes recuerdos de gente vendiendo cosas. Mi padre y mi madre nunca tuvieron miedo a nada. Siempre sintieron que tenían que pasar por esta vida felices y sin miedo, y lo hicieron. Y eso fue una gran ayuda para mi hermano y para mí.

A principios de los años treinta, el padre llevó a la familia a Grecia, donde pasaron seis años. John tenía entonces dos años.

Mi familia regresó a Grecia cuando yo era pequeño y volvimos a Estados Unidos cuando ya tenía ocho años. Me dijeron que en esa época, en la escuela, no podía hablar inglés, sólo griego. Pero la barrera de la lengua no significa nada para mí. La lengua no es más que un montón de símbolos. Las emociones de la gente son básicamente las mismas en todas partes.

La familia se mudó montones de veces, saltando de apartamento en apartamento, de barrio en barrio, de Forrest Hills a Kew Gardens y Jackson Heights y otros lugares, mientras los dos chicos iban a la escuela primaria. Con pocas excepciones, la mayoría de los lugares en los que vivieron eran pisos sin agua caliente, bastante marginales. Cassavetes exagera la frecuencia de esas mudanzas, pero sólo ligeramente.

Nos mudábamos cada treinta días. Los caseros estaban tan ansiosos buscando inquilinos que ofrecían un mes gratis de alquiler. Cuando el mes terminaba, nos íbamos. Pero durante todos esos periodos de errancia, durante los cuales debimos de mudarnos unas veinticinco veces –de apartamentos de lujo a casas de piedra rojiza de Woodside, Long Island–, no hubo un solo momento de duda en la mente de mi padre ni en la de mi madre. Mi padre era un jugador: apostaba con nosotros.

En los años cincuenta y sesenta, tras mejorar la situación económica, el padre y la madre del director se instalaron en un apartamento sito en el número 90 de Riverside Drive, Sutton Place, en el East Side de Manhattan. La madre llevaba una boutique muy elegante en el Upper East Side, y el padre dirigía la agencia de viajes Olympic en el 203 Oeste de la calle Cuarenta y dos, a pocas manzanas del lugar donde se filmó la mayor parte de Shadows. A principios de los setenta, cuando el padre se jubiló, la pareja se mudó a Studio City, California, para estar cerca de su hijo.

La personalidad de los padres se complementaba mutuamente. El padre, libresco, intelectual e idealista, infundió en su hijo un amor por los clásicos que le duraría toda la vida; le leía a John obras de Platón y Sófocles, en griego, mientras el niño se ocupaba del jardín. (El hijo tenía una memoria fuera de lo común –para todo, menos para los nombres de personas– y de adulto podía citar de memoria largos párrafos de todas las tragedias griegas, gran parte de la obra de Aristófanes –su favorito, por lo subido de tono–, así como largos pasajes de las obras de Shakespeare.)

Mi padre era un hombre tranquilo, serio, reflexivo, muy artístico, muy creativo y original, pero lo hacía todo solo. Escribió dos libros que nunca se publicaron. Para el primero, The Sanhedrin («El sanedrín»), fue a Israel a investigar el juicio de Jesús. Después de Shadows, quise trabajar con Dreyer en una película basada en ese libro. El guión se titulaba «Doce monedas de plata». Después escribió otro, Blood and Oil  («Sangre y petróleo»), sobre Standard Oil. Cuando lo terminó, en 1939, sabía que nunca se lo publicarían, pero quiso decir la verdad acerca de los tejemanejes de la compañía. Era un idealista, un auténtico intelectual. Como nación, admiraba a los británicos, porque habían hecho muchísimo con muy poco. Tenían pocos recursos naturales, pero habían edificado una cultura que el mundo entero admiraba.

 

 

Nicholas Cassavetes se dedicaba seriamente al estudio de la historia y la cultura universal, que veía a América, al menos potencialmente, como una nueva Atenas. Personalmente suscribía los ideales de la civilización griega clásica, y juzgaba a América en la medida en que ésta hacía realidad –o no– esos ideales. Como es el caso de muchos inmigrantes procedentes de culturas menos democráticas, y como alguien personalmente muy conservador, tradicional y del viejo mundo en sus propios valores, el padre creía firmemente que los americanos no estaban a la altura de los ideales sobre los que se había fundado su cultura. Sentía que América estaba siendo erosionada desde dentro por las divisiones sociales, por el interés personal y la estrechez de miras, por la inmoralidad y por la falta de lo que él llamaba «disciplina». En sus propias palabras, «para escapar al destino de Grecia y Roma», América tenía que retornar a los «ideales tradicionales de la disciplina, el patriotismo y los valores morales». Durante los años veinte y treinta, The New York Times publicó más de veinte cartas escritas por el padre de Cassavetes acerca de di­versas cuestiones, y en 1994 Nicholas padre publicó un folleto de treinta y cuatro páginas titulado Near East Problems («Problemas de Oriente Próximo»). El niño creció en una familia repleta de idea­les históricos y políticos exaltados y apasionadamente defendidos, en los que los valores culturales americanos eran, para bien o para mal, continuamente comparados con los de la Grecia clásica. Al niño le hablaron de la grandeza potencial y de los defectos reales de la sociedad americana, y le recordaron que provenía de una familia que debía permitirle ser mejor que la mayoría de los demás americanos.

En los años treinta, el padre fue demócrata, partidario de Roosevelt. Más tarde, hizo campaña en defensa de varias causas sociales y reformas políticas. Era un patriota griego, coleccionaba arte griego e iconos religiosos, y defendía los valores griegos tradicionales contra la amenaza de la modernización. En el pasaje siguiente, el director habla acerca de su padre tal como era a los setenta años.

Sigue trabajando unas dieciocho horas por día. No para; se dedica a los viajes y a la inmigración, y tiene previsto hacer millones. Probablemente es el responsable de haber traído a la mayor parte de los griegos que hoy viven en América. Mi madre lo llama el campeón de las causas perdidas; es uno de esos patriotas greco-americanos que intenta mover montañas. Ahora mismo está peleando contra un arzobispo porque éste quiere reemplazar el griego por el inglés en los servicios religiosos. Hace unos meses, estaba cenando con mi madre y le pregunté cómo estaba papá. Que estaba en la calle, me dijo, boico­teando al arzobispo.

Katherine Cassavetes era una mujer extrovertida, animada y consciente de su estatus. Hija de un capitán naval griego (posición prestigiosa en la sociedad griega), era miembro de la alta aristocracia griega de Park Avenue (donde la broma familiar era que Aristóteles Onassis era un empresario advenedizo sin verdadero «estilo» ni «clase»). Hablaba griego con fluidez, y también italiano, inglés y yídish.

Era conocida por su inteligencia y vivacidad. De joven se decía que había sido una gran belleza, y que había soñado con ser actriz. Más de treinta años después, su hijo le brindaría la oportunidad de realizar su sueño dándole un papel en Así habla el amor, Una mujer bajo la influencia, The Killing of a Chinese Bookie y Opening Night.

También era tenaz, sabía defender sus opiniones y no tenía pelos en la lengua. No le gustaban las películas de su hijo, y años más tarde le dijo a un periodista: «Lo prefiero como actor. Su cara debería estar delante de la cámara, no detrás.»

Mi madre tenía un gran sentido del humor, un gran amor a la vida. Era muy elegante y refinada. Y me adoraba.

Cassavetes estuvo muy unido a sus padres a lo largo de toda su vida, y recuerda con gran cariño los años de su infancia. A decir de todos, la familia se parecía un poco a la de Vive como quieras, de Frank Capra. (Uno de los momentos finales de Una mujer bajo la influencia, en la que los parientes se reúnen alrededor de la mesa y los chicos hacen payasadas para ellos, constituye una breve mirada a la infancia de Cassavetes.)

Mi entorno familiar era fabuloso y maravilloso, con montones de amigos y vecinos que nos visitaban y hablaban a gritos y comían vociferando y nadie les decía a los niños que se callaran ni les reñían. A los chicos se les trataba con el respeto que se reserva para los adultos. ¡Y a veces más! En mi familia había mucho amor y una gran dignidad. Mis padres son sumamente individualistas, y permitieron que sus dos hijos crecieran como individuos. Cuando yo tenía cinco años, solía recitar poesías y hacer numeritos de interpretación. Mi familia fue un factor decisivo y me dio la libertad –me liberó del miedo– para llegar a ser una persona que supiera expresarse a sí misma en este mundo.

Cuando teníamos dinero, íbamos al cine. Cuando no teníamos, nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina y contábamos historias. Siempre había gente por todas partes, riendo y charlando. No sé si tú recuerdas cómo era tu familia, pero probablemente era muy emocional. La mayor parte de las familias lo son. La vida familiar
es emocional. Cuando yo era niño mi madre solía decirme: «Por ti me cortaría un brazo, una pierna, haría cualquier cosa por ti.» Era su manera de decir: «Hagas lo que hagas, seguirás siendo mi hijo.» La familia es algo muy importante. Yo crecí con un lazo familiar muy, muy fuerte, y simplemente no puedo creer nada malo de nadie.

Algunas veces, las payasadas tomaban la forma de una filmación.

Cuando era niño, debía de tener unos ocho o nueve años, mis cuatro mejores amigos y yo cogíamos una cámara Bolex y hacíamos nuestras películas. Yo, en la playa, en traje de baño, filmando en
8 mm. [Cambio a tono de voz profunda.] ¡E interpretando «The Killer»! Nada ha cambiado mucho, a decir verdad. Aún sigo haciendo películas con mis amigos. Fingíamos ser disc-jockeys. Fantasear es algo instintivo. Hace que las cosas sean mejores que en la vida real. Crecí entre películas y libros, pero, al hacerme mayor, los libros empezaron a desaparecer y empezaron a llegar las películas.

El joven Cassavetes era un deportista fanático, la clase de chico que idolatra a los héroes del deporte, que memoriza las estadísticas de un equipo y estudia a fondo los resultados del día anterior en los periódicos todas las mañanas. Incluso de adulto, la sección de deportes era lo único que leía del periódico. Cuando la familia vivía en la ciudad, el chico a menudo hacía novillos para ir a Ebbett’s Field, a ver jugar a los Brooklyn Dodgers (días a los que rinde tributo en las tomas filmadas en el Yankee Stadium al principio de Gloria). Cassavetes amó el deporte toda la vida, y hubo un momento, durante los años setenta, en que intentó persuadir a un grupo de amigos para que formaran un consorcio y comprasen a los Pittsburgh Pirates. El baloncesto era otra de sus pasiones, en la infancia y en su vida adulta; solía ser uno de los espectadores más vocingleros y apasionados de los partidos de los Lakers.

A Cassavetes le gustaba jugar tanto como mirar, y toda su vida jugó al fútbol, al baloncesto, a béisbol y softball1 en equipos improvisados. La falta de destreza la compensaba con creces con empuje y pasión. Todos los que jugaban con él comentaban su feroz competitividad y sus ansias de ganar.

En años posteriores, Cassavetes reflexionó sobre las películas que le habían impresionado en su infancia. Y pensaba que su propia obra era una continuación de esa tradición.

Crecí creyendo en los ricos y en los pobres, y en el trabajo y en los Roosevelt y toda esa gente. Ya sabes, cuando empecé a ver cine, pensaba que Frank Capra era América. Había visto y entendido el lado hermoso de la vida. Sabía que los pobres eran más justos y que se divertían más. Sabía que ganaban los buenos, y que prevalecía la justicia. Los malos de Capra son los poderosos, los imbatibles, hasta que la persistencia inocente de los héroes hace que se den cuenta de que hay una alegría de vivir. Juan Nadie era y sigue siendo mi favorita. Capra creó la sensación de creer en un país libre, de que hay bondad en la gente mala, de que todo el mundo toca un límite en el que se detiene y vuelve a la cordura porque lo que realmente quiere es sentir compasión por los demás y vivir en un espíritu de cordialidad y hermandad.

De niño me encantaba Frank Capra. Vi Caballero sin espada y creí en su mensaje. Creí en la gente de nuestro país y en nuestra sociedad. Creí que los ricos no eran tan malos como los pintaban, y que los pobres tenían de qué quejarse, pero que la gente podía unirse y hacer de América un lugar mejor para mí, para vivir, un lugar del que pudiera estar orgulloso. Y todos los filmes de Capra que he visto muestran el lado bueno de la gente. Había gente corrupta en ese marco, naturalmente. Los pobres eran siempre los oprimidos, pero lo eran con una dignidad tal que en el fondo eran más fuertes que los ricos; a los ricos había que educarlos. Crecí con esa idea.

Crecí viendo a hombres que eran más grandes que la vida.
Greenstreet, Bogart, Cagney, Wallace Beery. Ésos eran mis ídolos. Pensaba: Dios mío, qué vida tan maravillosa han tenido. Tener la oportunidad de plantarse allí, delante de la gente, delante de una cámara, y expresarse y que les pagaran por hacerlo, y decir cosas y que esas cosas significaran algo para el público. Cagney era mi paradigma de estrella de cine. Podía coger una película mala y hacerla buena. Nunca olvidaré la violencia de El enemigo público. ¡Me encantó! No importa cuánta gente muriese. Cagney interpretaba a un hombre al que no querías ver morir. Fue el ídolo de mi infancia, el más responsable, supongo, de que me metiera a hacer cine; lo adoraba. Siempre interpretaba a un tipo común y corriente que de algún modo podía derribar a gigantes. Era casi un salvador para todos los hombres bajitos del mundo, entre los cuales me incluyo. De niño, lo idolatraba porque era bajito y duro. Una de mis películas favoritas es Ángeles con caras sucias. Recuerdo que la vi siendo un niño y que lloré. Era una película magnífica, enigmática. Cagney iba a la silla eléctrica y uno no terminaba de saber si era un cobarde o un héroe. Sentí una enorme compasión por alguien que me gustaba y que tenía que morir. Creo que, en nuestro tiempo limitado, todo se relaciona con la muerte. Eso es algo que la gente no dice. Se puede derrotar el miedo con el humor, con el dolor, con la honradez, el valor, la intuición, y con el amor en el sentido más auténtico de la palabra. Capitanes intrépidos, Gunga Din, El último refugio y los musicales de Dick Powell  también me fascinaron realmente. Esas películas eran mejores que las de hoy. Entendían el sentimiento.

Cuando Cassavetes entró en la adolescencia, la situación económica de la familia mejoró un poco (aunque pocos años más tarde, a principios de la década de los cuarenta, el padre volvió a quedarse sin trabajo). La familia se mudó a un bario residencial. En su adolescencia, Cassavetes se ganó la fama de delincuente y un poco temerario.

Mi padre consiguió trabajo como especialista en inmigración, en un despacho, e hizo carrera. Pero cuando estalló la guerra, volvió a perder todo su negocio. Cuando yo tenía unos doce años, nos mudamos a Port Washington, Long Island, en Sands Point. Hacíamos las cosas que suelen hacer todos los chicos de esa edad, como salir a volcar coches; éramos muy gamberros.

Sands Point, Port Washington, era una próspera comunidad de clase media alta. El chico «exótico» de la ciudad se sentía incómodo allí. El conservadurismo del lugar era extraño y opresivo. Se sentía diferente, fuera de lugar.

No me sentía integrado en esa sociedad ni me guiaba por sus reglas. Era libre, podía hacer lo que quisiera, y expresarme como quisiera. Pero los chicos de Port Washington tenían miedo. Íbamos a esos pozos de arena –en Port Washington estaban los pozos de arena más grandes de todo Long Island– y no querían acercarse al borde. No querían arriesgarse. Tenían que volver a casa a una hora fijada. Tenían una sociedad por la que guiarse a la edad de diez, doce, catorce años. Y a mí me irritaba que los chicos no gozaran de libertad.

Cuando iban al colegio, sus padres les envolvían el almuerzo a todos igual, con las mismas cosas –la manzana en la cesta–, y nos llevaban en coche a la escuela. En un pueblo. ¡Y el cotilleo! Me enteré de que el padre de uno de los chicos le pasaba a su mujer una mensualidad. Mi padre nunca le dio a mi madre nada parecido. Yo veía esas cosas y me molestaban. Nunca pude encajar de verdad en esa situación. Aunque me llevaba bien con los chicos, nunca me entendí con sus padres. Entraba en su casa y ellos decían: «¿Quieres un sándwich?»; y yo me decía: «No quiero un sándwich como ése. Yo me haré mis propios sándwiches.»

Veía que los chicos tenían su vida planificada. Iban a ir a determinadas universidades y se esforzaban por conseguirlo. La mayoría aspiraba a estudiar en Princeton o Yale. Toda su vida estaba trazada antes de que comenzara. No tenían la oportunidad de decir: «Esto es lo que quiero ser.» Eran lo que sus familias querían que fuesen; se expresaban como sus familias deseaban que se expresasen. Sus prejuicios eran los prejuicios de su familia. Sus deseos, sus gustos, sus aversiones, sus ideas políticas... Si era una ciudad republicana todos eran republicanos, y te rechazaban si eras demócrata, o viceversa. Por lo tanto, la gente no podía pensar libremente, y, sin saberlo, reaccioné contra ello hasta el punto de tomar la actitud contraria en cualquier cosa, en todo, y lógicamente traté de averiguar por qué tomaba esa actitud opuesta, y discutía con ellos a cada paso que daban. No era muy popular, que digamos.

Su anuario del instituto de bachillerato nos dice que lo apodaban «Cassy», que «siempre tenía una broma a punto» y que sus compañeros lo eligieron «el ocurrente de la clase». Como había ido saltando de colegio en colegio, tantos cambios lo habían alentado a bromear, a hacer el indio y marcarse algún numerito para hacer nuevos amigos.

Cuando tenía catorce años, creo que sólo medía metro sesenta y cinco, lo que significaba que tenía enormes problemas para ligar con las chicas. Por lo tanto, tuve que hacer algo para compensarlo: me volví más gracioso, más sociable. Ser bajito es algo que ayuda mucho a forjar la personalidad, aunque sin duda no lo parece cuando uno empieza.

Solía ponderar lo que las personas querían de mí. Una vez, cuando no pude conseguir que me aceptara una pandilla de chicos realmente duros, les dije: «¡Adelante, tratad de apretarme la mano hasta rompérmela!» Bueno, ellos no lo sabían, pero yo tenía articulaciones dobles y nadie me podía romper la mano de esa manera. La treta funcionó, y me aceptaron. Otras veces, preparaba numeritos. Haciendo todas estas cosas, sin darme cuenta, me fui formando para ser actor.

La adolescencia de Cassavetes no fue todo desparpajo y bravuconerías; conoció también las habituales torpezas y dolores de la juventud. Después de un accidente, el aspecto de su dentadura lo avergonzaba tanto que dejó de sonreír. Mucha gente que lo conoció años más tarde no pudo evitar hacer algún comentario sobre su sonrisa burlona.

Me pasé muchísimo tiempo sin sonreír. Tuve un accidente y se me partieron algunos dientes de arriba. Cuando finalmente tuve el dinero suficiente para que me los arreglaran, siendo ya adulto, había abandonado el hábito de sonreír.

Su madre también le hacía pasar vergüenza a veces. A una edad avanzada, Cassavetes contó una historia acerca de cómo le hacía actuar para sus amigas, y la usó para ilustrar una de las premisas básicas de su trabajo, concretamente, que hay tantas maneras de entender una situación como individuos participan en ella.

Mi madre me solía llevar a tomar el té con sus amigas y no paraba de decir: «¡Johnny es tan mono! ¡Es tan encantador! ¡Oh, Johnny, por favor, ven, haz algo para las señoras!» No estaba mal cuando yo era pequeño, pero cuando pasé la pubertad lo detestaba. Me hacía morir de vergüenza, quería ser yo mismo. Pero ella lo hacía porque me adoraba. Y a las otras mujeres les encantaba. Si eso lo pusiera en una película, ¿sería cómico o serio? ¿Sería bochornoso o divertido? Depende del punto de vista que se adopte. Ahora lo comprendo porque tengo hijos. Le digo eso a mi hija cuando ella cree que la hago pasar vergüenza. Ni siquiera las cosas sencillas son sencillas.

 

 

En broma también se refería a otro aspecto de su obra –lo imperfecto del conocimiento de nosotros mismos–, y lo remontó a una experiencia formativa de su adolescencia.

Tenía una novia que pensaba que yo era el hombre más gracioso del mundo. Siempre que salía con ella y pensaba que estaba siendo romántico y seductor, ella simplemente se tronchaba de risa, se moría de risa con todo lo que le decía. Eso me enseñó una lección básica y necesaria: que realmente no somos nosotros mismos, y que la impresión que causamos en la gente es con frecuencia el polo opuesto de la que queremos causar.

Cassavetes se graduó en el Instituto de Port Washington en junio de 1947. Pocos años más tarde, en sus primeras notas de prensa y entrevistas, diría algunas mentiras piadosas con la intención de mejorar su imagen y disimular sus inseguridades: el accidente en el que se rompió los dientes fue transformado en una «pelea», algo acorde con su imagen de rebelde, y aumentaba su estatura real. (De adulto casi siempre calzaba botas de tacón para parecer más alto.) Afirmó haberse licenciado en literatura inglesa en la Universidad de Colgate, aunque no fue a clase ni un solo día. Alardeaba de haber estudiado arte dramático y de que la lectura de las obras de Maxwell Anderson le inspiró el deseo de ser actor, y también las de Robert Sherwood y Moss Hart; en realidad, la primera vez que oyó esos nombres fue actuando en adaptaciones televisivas de sus obras. Y no pudo resistirse a decirles a los periodistas que una vez había trabajado de comentarista deportivo, aunque ésa sólo fuera una fantasía infantil.

Fui un estudiante de bachillerato que no se interesaba absolutamente por nada. No quería ir a la universidad porque en los años cincuenta los estudios universitarios eran simplemente una manera de conseguir un diploma, ese documento de identidad que permitía encontrar un empleo después de licenciarte. Pero para mi familia era importante que siguiera estudiando, y tuve que irme de Port Wash­ington.

Cuando mi hermano salió del ejército, se matriculó en el Mohawk College, una escuela para veteranos en el norte de Nueva York. Lo acompañé. Me pasé allí un año y después, cuando cerraron Mohawk, me fui a Champlain; pero me expulsaron bastante rápido, básicamente porque yo no quería estar allí. Era lo mismo que estar en Port Washington. A los profesores sólo les interesaba su expresión individual, e imponían al estudiante su formación particular. Era, otra vez, lo que querían los padres. Las clases se daban en inmensas salas de actos con más de doscientos estudiantes; los profesores se desgañitaban al micrófono. Nunca disfruté ni un solo segundo de esas clases porque allí nadie disfrutaba. Cuando encontraba un profesor que disfrutaba de lo que decía, yo también disfrutaba. Tuve un profesor de historia llamado Williams que era un tipo fantástico. Me hizo amar la historia porque él la amaba, porque se emocionaba muchísimo con lo que enseñaba. Nunca había sentido interés por la historia antes, pero él la daba de una manera tan vital que hacía que todo pareciera interesante, y sin ningún esfuerzo personal.

Cassavetes suspendió y dejó Champlain al final del primer semestre. No tenía idea de lo que quería hacer con su vida. Su único deseo era marcharse de Port Washington. Decidió hacer autoestop por la ruta 1 para encontrar algo diferente. Pero cuando llegó a
St. Petersburg y «vio a todos esos viejos», lo venció la soledad. Llamó a casa y le pidió a su padre que le girase el dinero para el billete de vuelta en autobús.

John era una decepción para sus padres, que casi habían abandonado todas las esperanzas depositadas en él. Para ellos, su hijo había desperdiciado todas las oportunidades que se le habían presentado. No había hecho nada de su vida; sólo vagar, jugar al baloncesto y ligar con chicas. Su padre (que había soñado con que sus dos hijos fueran a Harvard) estaba especialmente decepcionado con el desinterés de su hijo menor hacia los estudios. Su madre lo tenía por un vago. Ambos pensaban que le faltaba entusiasmo y disciplina. John sufría tanta más presión porque su hermano mayor era totalmente distinto. En ese momento, Nicholas ya había servido dos años en el ejército, y era un serio y aplicado estudiante de química (igual que su padre). John adoraba a su hermano, pero aunque en el pasaje siguiente lo niega, le dolía no ser capaz de seguir su ejemplo.

Yo no tenía ambición: de joven fui en cierto modo un diletante, sin ninguna experiencia ni una formación particular. El único miedo era el trabajo. Lo único que había hecho en la vida era jugar al baloncesto y ligar con chicas. Nunca había estudiado, no me había aplicado ni había sido nada, era lo que se dice un vago. Y nunca me sentí culpable por eso.

Ir a la escuela de arte dramático fue una manera más de aplazar la decisión respecto de lo que hacer de sí mismo.

Cuando volví de Florida, me encontré con algunos amigos, unos chicos de lo más divertidos que me dijeron: «Eh, John, ¡acabamos de matricularnos en la American Academy y vamos a ser actores, tío! ¡Apúntate, la escuela está a tope de chicas!» Así que fui a casa y le pedí a mi familia un poco de pasta. Fui a hablar con mi padre y le dije: «No quiero ir a la universidad. Quiero ser actor y estudiar en esta escuela.» Era mentira, por supuesto; lo único que quería era conocer a todas esas chicas de las que hablaban. Mi madre dijo: «¿Actor?» Pero mi padre –muy triste al enterarse de que había dejado los estudios– dijo: «Al menos es algo, ¡déjalo que sea algo!»

Después, me echó una mirada muy solemne y yo pensé: «Oh, Dios, creo que voy a conseguirlo.» Y me dijo: «Es una carrera muy noble. ¿Sabes qué clase de responsabilidades conlleva? Vas a representar la vida de seres humanos. Hablarás por todos los que no tienen voz.»

A los diecinueve años, el 8 de febrero de 1949, Cassavetes pasó la prueba de admisión de la Academia Americana de Arte Dramático (AADA). Su madre lo acompañó. Para la prueba escogió discursos de un libro que proporcionaba la escuela. Uno era un pasaje de The Youngest, de Philip Barry,1 en el que un chico que quiere ser escritor debe vencer la resistencia de su familia; el otro era «Hath not a Jew eyes?», de El mercader de Venecia, de Shakespeare. El informe de la prueba lo describe como «moreno», «bajo», tipo «latino», de «temperamento sensible» y «delicado e inteligente».

En aquel entonces, la Academia era muy diferente de la de ahora. Con base en unas pocas salas del Carnegie Hall, en la esquina de la calle Cincuenta y siete con la Séptima Avenida, tenía un programa de estudios de dos años –con unos ciento cuarenta estudiantes en el primer curso y la mitad esperando licenciarse a finales del segundo. (Había sesenta y siete estudiantes en el curso en que se graduó Cassavetes.) El fuerte de la escuela era una enseñanza centrada casi por completo en la interpretación teatral, lo cual brindaba a las clases una gran pureza y restaba importancia al lado comercial de la profesión.

Odiábamos Hollywood. Odiábamos todo lo que representaba. ¡Principalmente porque no teníamos la más mínima oportunidad de llegar allí!